ANÍBAL TROILO
QUEJAS DE UN BANDONEÓN = ARTE
Entre la música del maestro don Aníbal Troilo, las palabras, las calles, el barrio, los cafés, la noche, la amistad y el abrazo artístico del poeta don Julián Centeya (Amleto Enrique Vergiati).
Aníbal Carmelo Troilo alias «Pichuco» nació en la ciudad de Buenos Aires, el sábado 11 de julio de 1914, en la calle Cabrera 2937, entre Anchorena y Laprida (en pleno barrio del Abasto-CABA) pero desde los ocho años de edad (después de la muerte de su padre) vivió en Soler 3280, entre Gallo y Agüero. Falleció en esta capital, el domingo 18 de mayo de 1975.
Sus padres se llamaban Felisa Bagnoli y Aníbal Troilo. Felisa era hija de Marco Bagnoli Giaccio y Maria Raffaella Sammartino, de Agnone, en la comuna italiana de Campobasso, la capital de la región de Molise y de la provincia homónima. Hermana de Américo, Nicolás, Arsenio, Carmelo, Anunciación y Ernesta. Aníbal era hijo de Quirino y Concepción, oriundos de la pequeña localidad de Archi, en la provincia de Chieti (Italia).
Se habían casado en la iglesia de Balvanera el 11 de noviembre de 1909. Los apellidos de la familia materna incluyen entre otros: Busico, d’Agnillo, di Curtis, Santarelli y La Banca. Su padre le pondría el seudónimo de «Pichuco», nombre por el cual llamaban a uno de sus mejores amigos; el apodo podría ser una deformación del napolitano picciuso que significa «llorón». Tuvo dos hermanos, un varón, Marcos, y una mujer, Concepción, que murió de corta edad.

Video-ANÍBAL TROILO «PICHUCO»-TEATRO COLON DE BUENOS AIRES-Palabras de ANTONIO CARRIZO – Popurri de ENRIQUE SANTOS DISCÉPOLO
El sábado 21 de julio 1972, con su salud en progresiva decadencia, Aníbal Troilo actuó en el Teatro Colón, máximo coliseo de argentino de las artes musicales.
El programa contó con la participación de las orquestas de Florindo Sassone, Horacio Salgán al frente de su orquesta con Roberto Goyeneche como cantor, el Sexteto Tango, Ástor Piazzolla con su Noneto y Edmundo Rivero.
La orquesta de Aníbal Troilo cerró el espectáculo y estuvo 26 minutos en el escenario. Colmó los oídos de los escuchas con una selección de obras de Discépolo, continuó con Danzarín (Julián Plaza), Mañanitas de Montmartre (Lucio Demare), Milonguero triste (Aníbal Troilo), Quejas de bandoneón (Juan de Dios Filiberto) y cerró con «La cumparsita», instrumental de Gerado Matos Rodriguez qcreación que contó con los arreglos del pianista Roberto Firpo, resplandeció para que el tango mostrara al mundo su estatura mayúscula artística, creadora y musical. El teatro Colón que abría sus puertas nuevamente al tango, recibía y despedía a «el bandoneón mayor de Buenos Aires» con el aplauso del público de pie. Esa noche en conferencia de prensa, Troilo declaraba los periodistas: «…¡Adónde llegué! Me acuesto temprano y madrugo parece mentira». «Soy hombre de la noche, para todo hasta para morirme». Anticipando lo que sucedería tres años después el 18 de mayo de 1975, cuando se suspendieron las funciones porque Troilo había sido internado en terapia intensiva , en horas de la tarde, mas precisamente a las 17. Ya a la medianoche expiró, dejando un profundo dolor en el corazón de quienes fueron sus amigos y de quienes llevan muy adentro la pasión por el tango. El tango y Pichuco quedarán para siempre en la historia del mayor legado musical generado por la primera revolución de musical popular del Siglo XX y la perdurable. El tango es, desde el 2009, Patrimonio Cultural de la Humanidad. La transmisión de la televisión pública , conocida en esos años como CANAL 7, contó para el evento con la conducción del locutor, periodista, ANTONIO CARRIZO, uno de los máximos exponentes de la radio y la televisión de Argentina.
- TROILO POR CENTEYA
Porque las palabras no mueren, por ellas mismas, transcribo, a continuación, un escrito considerado inédito al momento de ser publicado al final de la década de 1960. Habla de Anibal Troilo y fue realizado por el destacado poeta, recitador y letrista de tango ítalo-argentino Julián Centeya (1910-1974), seudónimo de Amleto Enrique Vergiati.
Vió la luz alrededor del año 1968. Fue publicado en la compilación de grabaciones de Aníbal Troilo con Floreal Ruiz realizada por la compañía norteamericana RCA Victor. Un álbum doble, de dos discos larga duración (long-play), con 26 registros fonográficos, de los 31 realizados con Anibal Troilo y su orquesta.
Fue Julián Centeya quién bautizo a Troilo «El bandoneón mayor de Buenos Aires». Aníbal lo llamaba el «El hombre gris».
Dice el texto de 1968, incluído en el interior del álbum que se abre como un fueye inspirador y mágico: «Comprobando hoy su vigencia actual y perenne lo reproducimos pues sentimos con Julián que Buenos Aires necesita a Troilo y su bandoneón mayor, y podemos agregar que lo tiene y para siempre.
Video-«NARANJO EN FLOR»-ANÍBAL TROIOLO «PICHUCO»-FLOREAL RUIZ-La letra fue escrita por Homero Expósito en 1944 y la música por su hermano Virgilio. Ese mismo año lo estrenó Aníbal Troilo con Floreal Ruiz, a quienes la letra les dio muchísimo trabajo pues la versificación y las imágenes no eran las usuales en el tango.
«ANÍBAL TROILO. La ciudad lo llama «El bandoneón mayor de Buenos Aires». Sólo porque lo es. Cuarenta años de actividad ininterrumpida transportando la belleza de su sentimiento, que importa como la otra nota de su corazón. Pichuco concreta su presencia en este long play con obras singulares a las que da un tratamiento orquestal de serenas dificultades, en las que se advierte el alarde goteado de su bandoneón en fraseos de incomparable factura. Y es que en manos de Pichuco, el instrumento deja de ser una máquina, porque adquiere el sentido prolon- gativo de su propia alma de artista-idolo. El tango,cuando cae en su poder vive, una transformación de forma y de fondo. El autenticismo es su verdad, tanto como en él la música es una religión y señalamos pues, como creador lo merece, que este artista aristocratiza de alguna manera la cosa pobre del barrio, que él trata cultivándolo como hombre. Una de las verdades que habitan en su sangre es el suburbio de Carriego en el que Manzi, su colaborador dilecto, bebió sanas influencias y aprendió todos los caminos que conducen a alguna parte.
Anibal Troilo, inquilino de la noche y habitante del alba, es, indiscutiblemente una necesidad que necesita Buenos Aires. Y de Buenos Aires es su bandoneón mayor.»
Julián Centeya (1968)
Julián Centeya un ícono insoslayable del tango en toda su dimensión, amigo de «Pichuco», pinta en renglones gravitantes, su visión, del bandoneonista ejecutante del fueye, que se trepó indómito a los tiempos de la música que abraza el corazón y emerge reluciente desde el alma.
«No intento la ubicación histórica de Pichuco. Esa es tarea que corresponderá al pasado mañana que alguien, entendido en la geografía de Buenos Aires, construirá, no sin pasión, endosando al país -al mundo-el conversado documento que mantendrá vívida la figura -hombre y artista- de Aníbal Troilo, que ha pasado a ser una necesidad para esta ciudad concurrida a barrio, y sus habitantes.
No me corresponde -y de ello me salvo de entrar en la función de un análisis técnico. Mi responsabilidad -que me la juego- es otra. Y nace en el asomo que me vibra, de límpida, transparente curiosidad, cuando me impongo un enfrentamiento con quien di en llamar, una vez, EL BANDONEÓN MAYOR DE BUENOS AIRES. Un poco más y necesito mirarme por dentro, pero entonces cerrando los ojos para verlo mejor. Y llegar a repetidos entendimientos que me permite convencer de verdades que en él habitan, fatalmente. Esto es decir que Troilo, siendo como es, nunca pudo haber sido -SER- de otro modo.
Video-ANÍBAL TROILO «PICHUCO»-TEATRO COLON DE BUENOS AIRES-Danzarín (Julián Plaza), Mañanitas de Montmartre (Lucio Demare)-1972
Siento una extrema premura. Delatar, que en la conformación de este singular carácter que como hombre ofrece, Aníbal Troilo es como la propia respuesta que se ha dado a sí mismo, en urgente necesidad -leal necesidad-de parecerse a sí mismo. Vale decir: ser ÉL. Escapo a la gravitación, a la influencia, que en mi ejerce su condición de HOMBRE-MITO. Quiero estás más cerca del hueso. Y de la sangre. Y de la voz enronquecida. Procuro otros contactos. Me instalo, mucho más, en realidades humanas que me lo aportan con recuerdos de primera infancia, de recién asomada juventud, en el barrio pretérito de alto sol, cielo acartonado, con el viento que la esquina demorada se puso como chalina en los atardecer invernales, con una invariabilidad de nubes que eran como la vincha desteñida que se entretuvo en la frente de la tarde. Entonces, el barrio se me traduce en el meridiano habitado por el Carbuña – su amigo- rumores de chatas playas que avanzaron cinchadas por dos tronqueros frisones y un cadenero de anca nevosa, y para más, estrellero.
Meridiano de organitos, de ruedas embarradas. La casa entonces -¿era la de la calle Cabrera?- tenía tres patios. Era corpulenta la higuera. Un doradito, sin nombre, piaba cautivo. La puerta era de dos hojas -verdes- y en ella estaba, simpre, demorada, una novida que no tenía otra palabra que su propio silencio y que me vuelve de trenzas con su percal fiestero. Siempre me expliqué por qué en ese barrio -en ese meridiano- hubo un perro sin amo capaz de beberse, a lengüetazos, un resto de luna amarilla que se extraviara en los baches de la calle de barro. Esto me permite decir que más que hablar -escribir- de Pichuco, lo que hago es transitarlo de convividos encuentros en imprecisadas horas, en días distantes, en noches sin números, cuando los dos cinchábamos el mismo, parejo, sueño inútil.
Y teníamos la fortuna de la madre común y ya no estaba el padre. Necesariamente esto nos debió ocurrir -padecer en el Abasto, de Cielito, Vicentito Desimone, el Lunfa chico, El Pibe Anibal y el Barrio. Este Abasto de rostro de afiche que Pichuco traslada donde quiera que se ubique en su patente de hombre centrero. Porque suyo es el encadenamiento, la ligadura, con el paisaje primitivo. Y ha llegado a ser su representatividad más auténtica.
Conmandado hacia su propia mitología que le habrá de suceder. Y a la que penetrará con su fueve cadenero, goteador de tristeza al que le ha confiado -como nadie- un lenguaje de ternuras que lastiman hondo por dentro y acarician mansas, por fuera. Esto importa reconocer que a mi-particularmente a mí, y es como decir a nadie-, Pichuco se me instala en la piel y en la vesícula. Como si este derecho fuera su derecho. Herir acariciando, acariciando hiriendo…
No quiero adivinar los elementos que concurren a la formación nerviosa de su espíritu, base de su condición de artista sin parecido. Enumero tan sólo las razones de ausencia que padece. La del hijo que no vino, La del amor – aquel-inolvidable. El vacío de un amigo. La madre, enfriada. El nombre del perro que se tuvo una vez y no se olvida. Y otra causa más que es una excusa y la más importante. Causa y excusa que tiene un nombre: BUENOS AIRES. Porque Pichuco no pudo arribar a esta prestación que es la vida -la davi, como dice él en su lunfarda barquinesca sino enviada por nuestra ciudad, a la que le pertenece en virtud de todas las fatalidades de su total fatalidad. Y de la que es su inquilino, con cuotas de amor que paga todos los dias, enfrentando la copa, trenzando la frase amistosa, gastándose como quien auténticamente se regala, en paisajes de boliches humosos de mal tabaco. ¿ídolo? ¡Hasta para dar el vuelto!. Con ello está formulada la pretensión de advertirlo con esta autenticidad: su universalidad.
Modo este que se facilita a sí mismo para la generosa instalación que los cuatro rumbos de la vida pueden depararle. A mí no me extrañaría encontrarme con Pichuco, en una hostería del Piamonte, invadida por el eco montañés del cántico polvoriento del «mazzolin de fiori», complicado en un diálogo con Guido da Verona, o en una pensión de la rue Clichy, donde «mere Michele» todavía busca su gato negro que se fue un día por los tejados, o en Viena -país de las vidrieras- o en Narvick, en una rueda de pescadores que siempre están detrás de su pipa, o en el Napoles de «O Marí» y el Vesubio que fuma….fuma…. y fuma…., o en Nueva Pompeya, país del farol que se hamaca en la descendida barrera, del brazo de Manzi, y el almacén que un griego había puesto allá por la calle Teuco.
Aníbal Troilo -digo Pichuco-es al par que una representatividad de un país con su raza adentro -la necesidad que por ser, por existir, nos hemos evitado, la fatiga amorosa de crearla entre todos. Y en complicidad con el tango, que es en él más que un destino -que se ha hecho-, su propia vida. Cargada de ternura. Profunda de amor. Generosamente generosa.
Su amistad con Aníbal Troilo, le permitió al poeto abrazar en un trabajo conjunto a su amigo, publicado en 1972 por la fonográfica RCA Victor. En cuya contratapa puede leerse:
«Julián Centeya no es un hombre: es una institución. Sin duplicado. Que deberia figurar en el catastro de Buenos Aires. Por eso hay quienes lo conocen más por lo que es que por lo que hizo. Y por eso es dificil hacerle una biografia de verdad.
Con el ocurre como con los paises que uno quiere visitar: hay que recorrerlo más allá de los itinerarios que marcan los mapas: seguirlo despacito, despacito, hasta adquirir las costumbres de su propio disparate. con el cual consiguio de alguna manera imponde rable crearse un estilo de vida que no estaba inventado.
Tiene de poeta lo que lleva de años y no se da cuenta ni de lo uno ni de lo otro. Porque su metodo es desparramar las cosas por la calle: sostener que la luna cabe en un bolsillo y que la noche provee de rayuelas a los gatos. Además, suele aspirar el hipo tético perfume de los barrios desde una mesa cual quiera de Corrientes y Esmeralda o adivinar nostalgi cos percales entre el ir y venir de materiales sintéticos. Y como también sueña con higueras y baldosas hủ medas por donde el agua encaja sus monedas de oro, o se arrima al recuerdo de su perro como quien reza a pretende dialogar con los gorriones, resulta que Julián Centeya no existe.
Y no existe porque no cabe en el esquema de un mundo sensato y con horarios. Por eso Julián Cen teya no vive en una casa, ni escribe en un papel, ni se sienta en una silla. Es propietario de las callesi y se duerme cuando duerme en la cortada de un fuelle y cuatro versos; escribe en las paredes sin revoque y se sienta en las ochavas con historia.
Video-ANÍBAL TROILO «PICHUCO»-TEATRO COLON DE BUENOS AIRES-Milonguero triste (Aníbal Troilo), Quejas de bandoneón (Juan de Dios Filiberto)
A veces sonríe con el pucho en el costado de la boca y entonces uno se da cuenta de que está tio rando. Porque ya se sabe que cuando él sonrie es cuando está más triste. Aunque, a decir verdad, siempre está triste. Le duelen, quizá el tiempo de . su esquina y de su padre, la lluvia de Maria, el boliche con malevos renunciantes, la mina que tosia a escondidas Es un dolor sencillo, como el que traen las viejas fotografias por donde se repasan las cosas que se perdieron, las pequeñas cosas en que creímos.
Pero Julian Centeya no asume la dudosa virtud arqueológica de un Buenos Aires finito. Fue protagonista y es testigo Y su nostalgia se refiere -como toda nostalgia legitima y noble al rompecabezas que lo origino Porque este absurdo y tierno personaje. porteño fue conformado con la más espesa sangre proletaria sin refinar, con yuyos que se piantaron por entre el enrejado rato del colador, cachos de cielo. suburbano y olor fuerte de zanjón.
Su lealtad al recuerdo es el homenaje que rinde a su propio territorio, irrenunciable de pibe pobre y soña dor Por eso su respuesta para todo: para el verso: entrañable que solo cabe en su lengua, para la anéc dota viva que resucita amigos para el sarcasmo duro que derrumba vanidades, es un desdeñoso gesto en los labios, una dulce lágrima oculta y un manotaza al aire que rubrica con su paso chanfie su manera de irse y decirnos andá, dejame, mientras por todo : Buenos Aires parece acompañarto la estrujada zurda del bandoneón de Troilo».
En esta tambien se incluye un trazo poético imperdible de Nira Etchenique (1926-2005), poeta, ensayista, novelista, cuentista.
«Digo tu nombre aqui! Julián Centeya
Quiero tu nombre asi Parroquiano esencial de la vereda, señor de buenosaires, Julian sin luna, a veces me es más fácil que quererte pensar que te inventé con mi ternura.
Alguien, alguna vez, ya no me acuerdo desde un túnel con peces, dulcemente, en una de esas noches en que mueren t de pronto los amigos y las copas. en una de esas finas y duras madrugadas en que es mas gris, más limpio, mas secreto más olvido el olvido y más misterio. elegir entre el agua o la derrota alguna vez-vos sabés, ocurre todo. el aire el suelo, el olor de la pureza alguna vez alguien vino y dio tu mano. La puso como un mazo de cartas en la mesa. como un pan sin morder, patrón del tinto, dueño de la garua y la tristeza. propietario de todos los faroles. recaudador feroz de los relámpagos. deschavelado camarada de los ángeles.
Asi te conoci Julián Centeya; i digo tu nombre aqui Julián sin cielo.
Después te caminé glóbulo a glóbulo. perseguí sin dolor tu céremonia de andar llorando solo. Tu empedernido lance de vivir a puro cigarrillo y tu antoio ritual de ser un hombreque funda edictos para curdas.
No me expliqués, pega primero y después vamos a hablar de lo que venga. De la murga cansada o de las bestias, de esas ganas de patio con malvones, de las cosas que van por buenosaires. de fusiles, de rosas, de macanas, de los pibes que duermen con cemento pegado a las pestañas.
O no vamos a hablar, llora tranquilo, que basta para verte tu manera de fósforo, de cáscara, de sangre y tu cara asimétrica rodando por la barba de homero, por el alma del sur, zanjón, boliche, cadenero, pichuco, barro y pampa, la agonía de margo en la ciudad.
Digo tu nombre asi Julián Centeya,. Julian sin luna y sin amor Julián sin nada. Atorrante señor de buenosaires. gorrión de sangre azul, deshilachado arcángel de potrero, conquistarás a marte en un tranvia y si te toca morir será con tango.»
Por el último en el disco se lee , de ANIBAL TROILO:
«Julián, te hablo en nombre de Arolas y de Maffia: te espero en la puerta de la casa de Doña Felisa, que me decia, «como chamuya este tipo»; me estoy yenda de a poco pero no importa, te espero en vos mismo Yo. Pichuco»
- JULIÁN CENTEYA POR AMLETO ENRIQUE VERGIATI.
Dueño de un lenguaje fuertemente melancólico, mechado casi siempre con frases de extramuros, Julián Centeya, fue uno de los grandes poetas de la lunfardía porteña. Inagotable caminador de Buenos Aires, su memoria era algo así como un detallado inventario de boliches, de anécdotas jocosas y de tiernos, es decir tristes, pensamientos. Irónico prosista, de estilo paciente, cincelado al modo de los orefici (orfebre) florentinos, Centeya terminó por convertirse en un símbolo: su nombre, en efecto, no puede ser soslayado cuando se habla de la socarrona poesía ciudadana, y del popular tango. Claro que él se resistía a ser un mito; por eso, tal vez, es que esgrimía esa extraña costumbre de presentarse con un título lapidario: «Julián Centeya, masajista y poeta», solía bromear invariablemente cada vez que daba la mano, cálida, siempre dispuesta al apretón solidario.
El periodista Daniel Pla de la publicación semanal Revista Siete Días Ilustrados logró conversar con este enigmático relator costumbrista y personaje de Buenos Aires, que expuso en un artículo publicado el lunes 11 de diciembre de 1972.
«Su testimonio adquiere un cierto valor ineludible, lúcido testigo de su época, Centeya es un narrador admirable, rodeado de bullangueros fantasmas parlanchines, que no vacilan en apelar a sus más añejos recuerdos para armar una crónica sabrosa, donde la cronología cede paso a la juguetona, chispeante picaresca criolla.
- LA ÑATA CONTRA EL VIDRIO
La gran mayoría de los porteños de antes y de ahora —aquellos que trajinaron la Corrientes angosta y los que se esfuman actualmente por la sofisticada y galeríntica avenida Santa Fe, es decir, los que hicieron de él un símbolo, ignoran que bajo el porteño seudónimo de Julián Centeya se esconde un temperamental italiano, oriundo de Parma, y que encima carga con el peninsular nombre de Amleto Vergeati. En efecto, su padre —diputado, obrero y periodista de barricada, del diario socialista Avanti, debió emigrar del terruño cuando su hijo contaba 12 años de edad: enemigo casi personal de Benito Mussolini, el fogoso parlamentario se vio obligado a embarcarse para evitar la ira y el brazo armado del Duce.
«Mi viejo, memora Centeya, era un tipo formidable. Recuerdo que cuando yo tenía unos 9 años acostumbrábamos salir los dos juntos a dar largos paseos. Un día, como me había sacado buenas notas en la escuela, me dijo: Prepárate porque esta noche te voy a llevar al teatro. Yo me puse contento y, efectivamente, a la nochecita me agarró de la mano y me llevó como me había prometido. Nunca lo voy a olvidar, pues esa noche la compañía de Parma representaba El Infierno, de Barbusse. No dormí por una semana…, tenía un carácter volcánico mi viejo».
Claro que no todas sus experiencias infantiles fueron tan tremendistas. El viaje en el Conte Rosso, el delirio del mar, el encontrón con un Buenos Aires rumoroso (donde tan sólo circulaban 6.900 automóviles particulares, 8 mil taxímetros, 75 ómnibus y 700 motocicletas: era 1922) influyeron en la imaginación del pequeño Amleto. «Apenas si pude tomar contacto con la calle esa primera vez que vi a Buenos Aires. Pero en seguida supe, sin que nadie me lo dijera, que yo pertenecía definitivamente al mundo de Corrientes, al trocén».
La familia Vergeati, como tantos otros inmigrantes, no conocía a nadie en la Argentina. «El único que en seguida se encontró como en su casa fue el perro, que habíamos traído con nosotros en el viaje para no dejarle nada a Mussolini; apenas se bajó del barco encontró a un fratello de raza, se olieron, se gustaron y se hicieron amigos. En cambio a mi viejo le agarró una tristeza infinita», evoca Centeya.
El drástico alejamiento del terruño no parece haber significado un desarraigo profundo en Amleto, pues las calles de la ciudad (recorridas en ese año por 1.800.000 habitantes, según informa el censo de esa época) se le metieron dentro de las venas y se afincaron definitivamente en su sangre. «Primero nos fuimos a Córdoba, a la localidad de San Francisco —dice—, para volver a Buenos Aires después de un año. Nos instalamos en el barrio de Saavedra, en la calle Manzanares al 3500, donde vivimos cinco en una pieza. Algunos meses después nos mudamos a Boedo, cerca de Maza y Garay, a unas pocas cuadras de donde vivía Homero Manzi. Me hice amigo de él y parece que mi destino era ir de rebote en rebote acercándome a la esquina de Boedo y Chiclana, que para mí es como un país entero. Gente buena, trabajadora, barrio de herrerías, corralones y carreros. Las casas allí eran de grandes patios y siempre las llenaba esa música gangosa de los fonógrafos o el rumor de los organitos tangueros que se les filtraba desde la calle», poetiza Julián Centeya.
Boedo es, también —o al menos lo fue en otra época—, reducto de humosos cafés con billares, que eran como un insoslayable imán para Amleto. «Al principio me pasaba las horas enteras rondando los bares de Boedo. Me imaginaba que dentro de ellos había un mundo fantasmagórico y prohibido. Era mirar uno de esos oscuros cafés, de humo espeso, y el bobo —es decir, el corazón— se me ponía a latir con fuerza. Cuando tuve 16 años por fin pude entrar a uno de esos fecas. Recuerdo que tenía un nombre significativo: se llamaba La Puñalada. Pero cosa rara: algunos años después, como si el nuevo propietario quisiera redimirlo de su pasado malevo, lo bautizó de nuevo y lo llamó La Paz; nunca volvió a ser lo que era. Más tarde, todavía, se trasformó en El Café de Huracán. Al lado estaba el almacén Del Amor, regenteado por un individuo que se llamaba Fructuoso Cuervo. Justo enfrente quedaba la farmacia de Pérez, un sujeto que llevó la misma gorra durante 30 años», contabiliza el memorioso Julián Centeya.
El café y la barra de la esquina fueron, a los 17 años, la más fuerte pasión del Itálico, ya aporteñado, adolescente. «Éramos un puñado de muchachos esquineros donde no faltaba el gordo, el chueco, el rengo, el petizo y el lungo. Ahí aprendí e impartí las primeras lecciones de lunfardo. Nuestro lenguaje era una pura afectación: para decir que nos íbamos solos, por ejemplo, anunciábamos que nos las ‘pirábamos chantarela’. Dábamos vueltas las palabras, decíamos ‘celma’ por almacén, ‘davi’ por vida, ‘gremu’ por mugre, ‘ñorica’ por cariño y ‘gocie’ por ciego», gramatiza el popular poeta porteño.
Quizá la actual ternura que se escapa de todos los gestos de Julián Centeya haya nacido en esa época. También es posible que la descuidada tristeza que suele invadirlo junto con un permanente miedo a la muerte, leve pero tenaz) tenga su origen en esos tiempos. De cualquier forma, hay episodios que deben haber quedado soldados en su mente con fuerza de espanto. «Los primeros dolores siempre llegan temprano —supone—. Un día de bronca y trompadas al Flaco del grupo le volaron un ojo de una pedrada. Nos quedamos casi mudos por un mes; ya no podíamos ni jugar a la pelota en la cortada de San Ignacio. Ya de grande lo volví a ver al Flaco con un solo ojo: no le pude decir nada, pero él supo, sin embargo, que tenía toda mi solidaridad, mi cariño, mi ternura», se emociona Centeya.
Por supuesto, el shock no fue permanente y los partidos de fútbol —muchas veces con pelotas de trapo, casi nunca con una de cuero— volvieron a desovillarse sobre los lustrosos adoquines de Boedo. Amleto, de físico recio pero breve, era —según las mentas— un endiablado gambeteador con férrea vocación para el gol. Claro que su compañero de ala era nada menos que Bernardo Gandulla, un malabarista del dribling que algunos años después deslumbraría a los fanáticos de Boca.
«En esa época Buenos Aires ya tenía aspiraciones de única —decide Julián Centeya—. La vida se desarrollaba con acción vertiginosas En todos los barrios, por ejemplo, se imprimían en cualquier momento unos boletines escandalosos, llamados de última hora, en los cuales se explotaban crímenes y robos: Boedo no era una excepción y también tenía su pasquín. Lo vendían y voceaban por la calle una serie de muchachotes patibularios, armados con las más filosas de las gualén —vesre de lengua—; gritaban: ‘Boletín de última hora, con la muerte de María Pérez, víctima de la partera Luisa Rodríguez’, y cosas por el estilo. Con ese gancho de prohibidos abortos los malandrines esos agotaban la edición», elogia JC.
Cuando le llegó la hora de dejar los ociosos cafés de Boedo, Amleto Vergeati se instaló en el centro de la urbe —en el trocén, como gusta decir— donde su figura pronto se hizo popular. Sin embargo, todavía no habían pasado los desmesurados momentos de su rabiosa bohemia. Como quería ser periodista —además de corredor de motocicletas, pasión que lo llevó a competir con figuras de gran renombre, como Tadeo Tadía y Osvaldo Salatino—Julián Centeya tuvo la ocurrencia de estudiar taquigrafía. «Claro —confiesa— que no me sirvió para nada; más tarde me di cuenta de que con un poco de memoria y algo de ilustración se puede ser un buen periodista. De cualquier forma —estima—, me vino bien ser taquígrafo, pues con esta profesión me pude ganar la vida después de abandonar el colegio secundario en cuarto año. Todo esto me sucedió, por cierto, mucho antes de ser cafiolo y después de haber yugado como bibliotecario en la Sociedad Argentina de Actores».
- UNA ECOLOGIA REA
A los 24 años Amleto Vergeati se instaló en la redacción de Critica —ese mitológico diario fundado por Natalio Botana, escuela de curiosos periodistas y refugio de poetas en la mala— y ya no abandonó jamás ese oficio de escribir, donde ya había descollado su padre, en la Parma nativa. Por ese entonces podía vérselo acompañado por un fotógrafo de apellido Martínez, extraño personaje que se hizo famoso por ser el único polizón que debió soportar la Fragata Sarmiento, con la cual dio la vuelta al mundo para enrolarse en la Legión Extranjera. Centeya ocupaba, o compartía—según anduvieran sus finanzas—, un refugio abroquelado en Corrientes 1262, en un edificio que en la noche porteña de esos años recibía el nombre de «El Palomar».
Cuando se refiere a esa singular pajarera, JC transita por un inesperado andarivel cientificista. «Era una casa ecológica —define—, poblada por actores, periodistas, canfinfleros y prostitutas. Por cada tipo decente que vivía allí había un chorro o una ‘hortera’. Así, de ese modo, se preservaba el equilibrio del medio ambiente. Allí conocí a un individuo misterioso y siniestro, que tenía un ojo de vidrio y se llamaba Cayetano Epifanio. Este tipo tenía un comité político propio, instalado en la esquina de Paraná y Tucumán y me empleó de taquígrafo. Se dedicaba a comprar libretas de enrolamiento y a vender los votos de sus amigos al partido que mejor se los pagara. A veces era socialista, conservador de a ratos y las más de las veces radicheta. A Don Cayetano no le importaban las ideas, le bastaba con ñaparse algunos mangos», lunfardiza el poeta.
Esa panoplia de picaros frecuentada por JC se completó con los Bohemios intelectuales de turno, como Mario Rada, junto a quien Centeya escribió sus primeros ejercicios escénicos, dentro del género del bataclán, que se representaron en el proscenio del Cosmopolita, un teatro donde las muchachas iban vestidas de nada y donde los parlamentos estaban siempre teñidos de verde.
«Fue ahí —exagera Centeya— donde me hice medio Cafirulo. Resulta que en ese teatro había una bailarina, una bataclana, como se estilaba decir por entonces, que era una hermosura y que se llamaba Blanca. Bueno, esa muchacha fue mi primer amor comercial; digo eso porque yo la quería sólo un poquito y ella me ayudaba a pagar la pensión mistonga de El Palomar», se avergüenza, pero no demasiado, el aún donjuanesco Julián.
Según da cuenta él mismo, Amleto fue un hombre de grandes, sulfúricas ternuras. Circunstancia que no le impidió, más tarde, ser un marido casi fiel y perdidamente enamorado. «Tuve, en efecto, un par de palometas a las que bajé a fusilazos, pero siempre estuve prendado de mi mujer, que era una gran muchacha y con quien viví en completa felicidad durante 19 años. No tuvimos hijos porque ella, por un problema orgánico, perdió mellizos de 6 meses. Eso, después, le provocó numerosos trastornos que le hicieron perder la alegría para siempre y también la juventud, razón por la cual se volvió un tanto agresiva. Yo supe comprenderla hasta que murió y ahora, tal vez definitivamente, ya tengo muchos años como para andar pensando en pulsar otra vez la guitarra», musicaliza Centeya, alejando con una humorada los vahos de esa tristeza implacable que lo ronda en cada momento.
Quizá por eso mismo es que vuelca todo el cariño de que es capaz en las piedras mitológicas de ese Buenos Aires que sólo existe en su memoria. Tenaz, obsesivamente —con pasión arqueológica— va citando las encrucijadas que componen una vicaria crónica ciudadana, que sólo adquiere importancia debido a la ternura de quien la relata. Son cosas mínimas, insignificantes, que aisladas de contexto hasta pueden parecer tediosas; sin embargo, de pronto adquieren una dimensión inusitada: ocurre que la vida misma suele componerse de memoria y olvido. Rescatar, entonces, los instantes cotidianos del pretérito es como negarse a ser aniquilado. Eso es lo que le sucede a Centeya, afincado en una lucha mortal contra la muerte que, a la larga, como él lo sabe, habrá de derrotarlo.
Video-ANÍBAL TROILO «PICHUCO»-TEATRO COLON DE BUENOS AIRES-La cumparsita (Gerado Matos Rodríguez)-1972
«Para mí —aclara— ser porteño es un estado de comodidad, como quien se acuesta en el mismo catre todas las noches y le resultan familiares las formas del elástico y del colchón. Yo no me concibo en otra ciudad que no sea esta tengo miedo de morirme fuera de Buenos Aires: sería una torpeza que ni yo mismo me perdonaría». Por eso, para seguir permaneciendo, señala una a una las esquinas de una ciudad que trajinó hasta en sus más escondidos rincones. «En Canning y Guatemala —indica— había un viejo almacén con despacho de bebida que se llamaba La Tachuela. En ese estaño nos acodábamos de vez en cuando con el actor José Gola; una noche que salíamos de ese boliche, con poco equilibrio y humores aumentados, nos encontramos Gola y yo con un perrito abandonado: estaban tan lindas las estrellas que no lo pudimos dejar en la calle y le dimos nuestro cariño. Sacamos una moneda y nos sorteamos el perro a cara o ceca. Me tocó a mí y le puse por nombre un apellido: lo llamé Gola, porque tenía los mismos ojos tristones de mi amigo».
Las citas esquineras, desde luego, no se agotan fácilmente: «Caseros y Rioja era un buen cruce para esperar a Enrique Santos Discépolo, que vivía a la vuelta. Muchas madrugadas el trasnochador Juan de Dios Filiberto llegaba hasta allí cargado con su armonio portátil, en el cual tocaba horas y horas para deleite de una barra compacta, en la cual yo era el menor de todos». Como si aún no fueran suficientes las evocaciones de célebres ochavas, Centeya cita la esquina de «Mercedes y Avellaneda, donde daba vuelta el tranvía 99 y los guapos se rascaban el cogote contra los árboles». Cerca de allí novio con una muchacha de trasparente belleza —según dice— que para acentuar la palidez de su rostro solía beber vinagre, al estilo de las más elegantes señoras de París, de acuerdo con los consejos de las mundanas revistas de entonces.
A pesar de ser un pertinaz inquilino del pasado, Julián Centeya no descuida un vago perfil modernista: «Ahora —supone— los muchachos tienen más oportunidad de alternar y comunicarse con la gente mayor. Antes, en cambio, un chico de 18 años no se animaba a pedir fuego a otro de 20. Es que en mis tiempos vivíamos llenos de temores y éramos más cínicos y escondedores. Hoy la purretada tiene más libertad. Pero yo soy un hombre que sigue encantado por el ayer y continúa frecuentando sus eternos fantasmas» .
Quizá el más significativo de todos ellos sea la limpia amistad que lo unió con Eva Duarte, cuando ésta ensayaba sus primeros pininos cinematográficos. «La conocí cuando trabajaba yo en un semanario llamado Cine Argentino. Una vez le hice un reportaje y desde entonces quedamos amigos para siempre. A mí se me ocurrió hacerle una tapa de la revista con ese fabuloso jugador de fútbol que era Baldonedo; Evita, que era una muchacha extraordinaria, se calzó unos pantaloncitos cortos y ofició de arquero, deteniendo un supuesto cabezazo del crack con una encantadora sonrisa. Como se ve, la idea de retratar a las actrices con las estrellas del fútbol no es una invención moderna sino un truco que se me ocurrió a mí, allá por el año 1939», remacha Centeya.
Este último recuerdo pareció abrumarlo. Su departamento de soltero —en Paraguay al 3300—, lleno de objetos, donde se derrama una verdadera ferretería de recuerdos acopiados pacientemente, se queda silencioso. El aire adquiere una especie de brillo mágico y afuera la cuidad estalla en un aquelarre de ruidos metálicos, casi insolentes. Julián Centeya, «el hombre gris de Buenos Aires», se queda solo, esperando derrotar a la muerte (es decir, al olvido), a fuerza de memoria, de pura y astuta memoria. Los versos que culminan uno de los poemas (En cana) de su disco larga duración «Entre prostitutas y ladrones» se alzan como un símbolo de ese desenlace trágico: «La suerte me empaqueta de zarpada / y espero una aliviada en la sentencia. / Batile al pibe que me fui de viaje / pórtame entre otras cosas algún traje. / Yo me la aguanto. / Vos, tené paciencia».
Resuena en este acorde de palabras y música, las escritas para «el hombre gris» por su amigo «el bandoneón mayor de Buenos Aires», que eternas en el papel, amorosamente invitan a Julián Centeya: «Julian, te hablo en nombre de Arolas y de Maffia: te espero en la puerta de la casa de Doña Felisa, que me decia, «como chamuya este tipo»; me estoy yendo de a poco pero no importa, te espero en vos mismo Yo. Pichuco»
Fuentes: Tango.info/Wikipedia/Revista Siete días/Julián Centeya
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Es fundamental que los archivos sonoros, gráficos y audiovisuales sean considerados un bien cultural.
La UNESCO ha elaborado recomendaciones para la salvaguardia de estos materiales como parte de la memoria
del mundo. Algunas políticas culturales han permitido tomar cierta conciencia de las pérdidas y cómo poder frenar el deterioro de los archivos sonoros, gráficos y audiovisuales, sobre todo de aquellos que se encuentran en una irreversible obsolescencia como lo son los soportes analógicos, o los que tienen como soporte el papel. (Ver Textos fundamentales de la Convención para la Salvaguardia del Patrimonio Inmaterial 2003: https://ich.unesco.org/doc/src/2003_Convention_Basic_Texts-_2018_version-SP.pdf) La era digital que nos atraviesa permite disponer de novedosas herramientas que podemos aplicar para atesorar y resguardar todo, con la participación de la comunidad y decisiones políticas en la misma dirección.
Cada tango es una historia
En cada tango un pedazo de historia, un renglón de vida que los músicos, poetas y letristas componen bellamente para trenzar los renglones de tinta virtual y quedar mirándonos en este espejo musical del amor y los actos humanos. Y que no falte nunca el abrazo tanguero.
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Luis Perrière